Había llegado el momento de decidir a qué pliegue de espacio tiempo quería pertenecer.
Por otro lado, podría quedarme donde estoy, pero me condenaría, como mucho viviría hasta los 150 años. Descartado, prefería la eternidad. No era la primera vez que me planteaba este dilema pero había alcanzado la mayoría de edad y tenía que elegir.
El pliegue de inversión no me seducía, no imaginaba una vida eternamente al revés.
El pliegue de supresión de sentimientos, menos. Toda una eternidad insensible, anodino.
Posiblemente y pensando con optimismo, el pliegue de pérdida de sentidos era la mejor opción, total sólo debía eliminar tres de los cinco.
Me podía quedar con la vista y el tacto, para lo que había que oler, y no digamos comer.
O la vista y el oído.
La vista fijo.
Veamos, puedo estar sin orejas, sin nariz, sin lengua….pero….¿Sin ojos y sin piel?
Se decidió. Y nunca volvió a oír, nunca volvió a oler y nunca volvió a hablar.
Y nunca volvió a hablar