Oscar se acercó a la ventana y buscó a través del cristal un horizonte infinito. Su voz sonó cansada:

–      No sabes lo que daría ahora mismo por ver aparecer a lo lejos a Mary Poppins. Flotando con su paraguas, acercándose hasta aquí y trayéndome una jarra de cerveza bien fresquita.

Su compañero no levantó la vista del ordenador y siguió dibujando líneas paralelas de medidas precisas.

–      ¿Y no preferirías que viniera una alemana de esas del Oktorberfest volando como si fuera Supergirl y trajera las cervezas?

–      No, prefiero a Mary Poppins.

–      Esa señora tenía la camisa abotonada hasta la barbilla y un moño – soltó una risotada -. ¡Tío, un moño! ¡Vaya modas!. Mejor la alemana.

Oscar seguía con la mirada perdida.

–      Las alemanas no vuelan.

–      Vale, ahora sí hemos llegado al tope. Doce horas de trabajo non-stop son suficientes. Venga, te invito a una cerveza en el bar de abajo.

Se levantó del ordenador y con los abrigos en el brazo, empujó a su amigo hasta la puerta. Este presentó una leve oposición corporal y dijo:

–      No, no, no podemos irnos sin terminar el proyecto.

Su compañero apagó las luces y contestó con una sonrisa en los labios: – Tú tranquilo, que ahora Mary llama a los ratoncitos de la Cenicienta, entre todos terminan el proyecto y mañana se lo presentamos a Mariano. Vamos, anda.

En la habitación que dejaban atrás sonó un ruido fuerte, se abrió la ventana y entró…. el viento. Los papeles volaron como dentro de un tornado y cayeron uno encima de otro en el orden perfecto.

 

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