“Me gustó todo de él. Me gustaron sus labios, su boca, su cabeza calva, su barba hípster. Me gustó su gorra, su estatura, la manera en que tenía plantados los pies sobre la acera el pasado sábado cuando le vi por primera vez. Me gustó todo, menos el olvido.”

– ¿A qué se refiere? -preguntó el amable policía.

– Me refiero a que pasamos más de cuatro horas hablando. A que me contó sobre la muerte de su padre, los trabajos que había realizado, sus gustos musicales. Me habló de sus amigos, de sus sueños. ¡De tantas cosas! ¡Y luego nada, solo un triste mensaje de whasap!

– ¿Y no notó nada raro?

– ¡Pues no! Salvo el hecho de que estaba cómoda como él. Tanto, como para ignorar las sirenas de policía, los cristales rotos, la gente gritando. A fin de cuentas, el centro de la ciudad en esta época… ya se sabe.

– Verá, señora…

– Señorita.

– Señorita, creo que ha tenido suerte. Ese hombre era un ladrón de bancos. Esperaba a sus secuaces para emprender la huida, pero por algún motivo no les recogió con la furgoneta, sino que se fue a tomar un café con usted. Al parecer también se olvidó de lo que estaba haciendo.

– ¿Seguro que no era mi cita a ciegas? Un barbudo con gorra y calvo. Eso decía el e-mail.

– No, señorita, no lo era.

– ¡Lo dice para consolarme! ¡Porque no me escribe ni me llama!

– Señorita, si lo hiciera, le rastrearíamos para meterle en la cárcel.

– Ya bueno. Y oiga usted,… ¿está casado?

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