“Se hacen amarres”. Aquel anuncio del periódico lo cambió todo. No entendía cómo se había atrevido a presentarse en aquel piso angosto y sucio. Ni cómo entregó a ese desconocido misterioso su sueldo de un año en tan sólo un mes y medio. Ni por qué su voz se había convertido en una tila que la adormecía y creaba adicción, y necesitaba cada vez con más frecuencia. Ni por qué no sabía vivir ya sin sus caricias en sitios prohibidos, sin sus embestidas, sin sus latigazos, sin dolor…

En algún momento de aquel proceso, y en la lucidez que brota tras vaciar algunas botellas, pensó que debieron llamar “El Olvido” a aquel tugurio de perdición y manipulación en el que ella había dejado de ser una abogada respetable para convertirse en una yonqui de la magia negra, abusada, arruinada y pérdida. Ya ni se acordaba de quién fue su marido ni de que se follaba a todas las alumnas que podía. Hasta que la dejó por una. Tampoco recordaba quién era ella. Un templo enorme sobre el mar, reducido, ahora, a una simple columna enterrada en la arena.

Volvía a sangrarle la muñeca. La oscuridad le impedía verlo. Pero, sentía cómo aquel reguero de sangre le llegaba hasta el muslo. Estaba atada, de cuclillas, dentro de aquel armario empotrado en el que antes guardaba sus Chanel. Olía a mugre y a putrefacción, como huelen los sueños abandonados.

En su cuerpo, el ADN de demasiados hombres, los gemidos, en sus oídos, de tíos a los que no hubiera dado la mano nunca y que ahora vivían en su casa y entre sus piernas.

En su cabeza, el olvido de un pasado que ahora podría ser un presente precioso.

En su penitencia un error: un amarre a la vida equivocada, y un templo en ruinas.

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