Muriel corría más despacio y Eala se detuvo a esperarla. Temía que los asustados sollozos de su hermana delataran el rastro de la huida a sus perseguidores. Ella, sin embargo, guardaba bien el sigilo, pues había nacido privada de voz.

Agarró con fuerza a la pequeña y reemprendieron la carrera hacia el bosque. A su espalda, bajo la penumbra del sol poniente, y sobre las cenizas aun calientes de su castro natal, el titileo de las antorchas extranjeras se hizo más intenso.

Al alcanzar la espesura, cayeron exhaustas bajo un manto de helechos. Eala tomó la mano de Muriel y, con la yema de su dedo índice, empezó a dibujar suaves trazos en la palma de su hermana.

Hablaba así con ella, eludiendo la afonía, en ese código escrito que ambas habían inventado, y que también solían tallar en maderas y piedras de su amado bosque. Una lengua en la que cada letra nombraba a un árbol: abedul, serbal, aliso, sauce, fresno… Ancestrales sabios, capaces de sumar sus diferencias y convivir armoniosos entrelazando sus raíces.

Con urgencia concibieron una última palabra de despedida, que el bosque entero gritó mientras el fuego hostil las daba caza.

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