Hacía largo rato que había oscurecido y toda la aldea se había congregado a las puertas de la choza del druida. El druida estaba cantando en el interior un rito ceremonial purificador, necesario para llevar a cabo sus funciones aquella noche.
La gente mostraba cada vez más inquietud e impaciencia, mezcladas ambas con el miedo. Un niño pequeño dio la vuelta a su rostro, y al contemplar la figura de un gigante en la lejanía rompió a llorar. La madre le giró la cabeza y trató de tranquilizarle, susurrando a su oído:
— No mires.
Finalmente el druida abrió la puerta y se mostró solemne ante su pueblo.
— Es la hora.
Y comenzó una silenciosa peregrinación detrás del druida en dirección a la figura gigantesca, construida con ramas, paja y mimbre. A los pies, yacía semi inconsciente un hombre, atado al gigante de mimbre. El druida acercó su cabeza al rostro del condenado y le dijo:
— Tranquilo, tu sacrificio no será en vano.
Tomó la antorcha que llevaba con él y prendió fuego a la figura, mientras la aldea se estremecía y miraba horrorizada.
Con los desgarradores gritos del sacrificio de fondo el druida proclamó:
— ¡Este año la cosecha será grandiosa!