El ruido de los caballos romanos hacía retumbar el suelo. Ya estaban aquí. Y sin embargo, madre me ordenó ir al bosque a por muérdago. Vi arder los campos del cereal sagrado y escuché muy cerca el canto de muchas Hadas Gritonas, que anunciaban, una a una, cada muerte. Me estremecí. Y supe que nunca más vería a madre.

Y esta noche, ya mujer, con los pechos aún cargados de leche, vuelvo al bosque. Parí un hermoso bebé, y hace tres lunas que una mano lo sacó de su cesto para entregarlo a la ramera de Julio César. Su hijo nació enfermo, deforme y feo. Y soy yo, aún con las entrañas llenas, quien debe llevar a este pequeño elfo al bosque para quitarle el último aliento.

En el camino, bajo los harapos, chupa mis pechos y de ellos brota sangre. El Hada Gritona canta, igual que hizo aquella lejana noche. Esta vez la escucho serena, pues se llevará al esperpento que llevo envuelto en harapos. Pero la sangre sigue brotando de mí. El elfo me mira y se ríe, con los labios manchados de sangre. Y ahora sé que esta vez es mi muerte la que canta la Gritona.

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