En el temblor del viento parecia mezclado un coro distante de risas. Otras lenguas se hablaban cuando un chiquillo camino bajo esa colina por última vez. Historias de esa colina habían acompañado los siglos.
El sol estaba medio hundido en los árboles. Ian, cansado, apresuro por el prado vacío que oscurecia. Habia motas blancas esparcidas sobre el pasto. Las motas le inquietaban. Oía la voz de su abuela junto a la hoguera. Tarde recordó, nunca pises un anillo dibujado por hadas.
El viento calló. Alrededor se extendía un círculo de setas. Las risas ya no eran distantes. Las setas eran tenues luces de azul, luego oscuridad.
Voces aullaban de placer. El chico corrió sin saber adonde. Por todos lados le hostigaban ramas de árboles o tal vez pequeñas garras frías. Sentía como su chaleco era desgarrado pero nunca dejo de correr. Finalmente salió a la luz del día bajo las raíces de un roble.
Volvió a casa. Se encontró una desconocida esbelta recogiendo sábanas. Ella se volvió a saludar sonriendo, de pronto se congeló, dejando caer su cesta. Llevaba como colgante una piedra rojiza que Ian recogió del río dos días atrás y regaló a su hermana de ocho años.