Se oyó un estruendo tras el cual apareció Caperucita por la puerta diciendo: “Lobo malvado, saca a mi abuelita de tu grasienta barriga”.
El lobo, temblando, y pálido ante la visión de una tierna niña apuntándolo con un rifle, contestó:
-“Hijita querida, hace días que no pruebo bocado. Yo no sé nada de tu abuelita”.
-“¿Y entonces, qué haces en su casa?. ¿Acaso se ha escondido para no verme?. ¡Anda, devuélvemela o te rajo la barriga a balazos!”.
Pero era la visión del rojo intenso, en la caperuza, en el vestido, en los mofletes de la niña, lo que verdaderamente lo paralizaba y, chorreándole por la cara goterones de sudor, presa de pánico, en un estornudo incontrolado salió la ancianita despedida por su boca.
Entonces Caperucita, hecha un mar de furia, gritó: “Como escarnio por tus maldades, te expondré ante todo el pueblo, que decidirá tu suerte de ahora en adelante”. Ató al lobo y lo llevó a la plaza mayor, donde ya sonaba el clamor del vulgo:
“!Muerte al lobo asesino, a la hoguera!”.
Y es que año tras año se había estado merendando sin piedad tanto a sus seres queridos como a sus mascotas y animales de granja.
Caperucita subiéndose a la tarima dijo: “Queridos vecinos, puesto que este monstruo ha cometido todo un sinfín de atrocidades, ¿no sería un regalo darle una muerte rápida, evitándole pagar por todo ello?. Hagamos de él nuestro esclavo. Carguémosle con todas aquellas tareas más arduas e indeseables, sin tregua ni compasión.
Y ya no temáis más, que a partir de ahora yo seré la justiciera de este pueblo”.
Y el gentío, exaltado, clamó: “ !Viva Caperucita!”.