Estoy en una sala de espera. Hay un póster de un mono pensativo y una adivinanza escrita:

 

“Cuando te alejas, engrandezco; al ir acercándote, voy menguando,

¿quién soy?”.

 

Se abre la puerta de la consulta y sale una persona con cara de haber tenido una revelación. Entonces, otra, se levanta y entra. Todos los demás esperamos nuestro turno. Cada uno carga con su fobia particular.

Por lo que a mí respecta, desde que tengo recuerdos, los ataques de pánico me tienen dominada. El primero lo sufrí con diez años. Desde entonces vivo huyendo de la posibilidad de volver a padecer aquella sensación de asfixia. Es como si alguien te hubiese puesto una bolsa de plástico en la cabeza y la hubiese sellado con cinta aislante en el cuello. Solo de pensarlo siento cómo me ahogo. Es angustioso. Escapo de este pensamiento.

Cuando entro, el sanador de temores me mira a los ojos mientras jura poder liberarme de este yugo. Caigo derretida. Cuando me quiero dar cuenta, me está haciendo el amor. Quedo embarazada. Cuando voy a decírselo, se interesa por mis ataques. ¡Mis ataques! ¡No he pensado en ellos desde que nos acostamos! ¡Estoy curada! No puedo creerlo. Se me saltan las lágrimas. Le abrazo, le beso, le digo que le daré todo lo que tengo, que le daré todo lo que soy, que le daré un hijo. Él me sonríe con dulzura. Después me besa en la frente y se marcha. No vuelvo a verle. Después de esto, cada ataque es como un millón de los de antes. Ahora tengo que hacer frente a algo que asusta más que el miedo a la asfixia.

Antes de que esto pase, saldré de la sala de espera y me marcharé a casa. Me quedaré sin saber la respuesta de la adivinanza.

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