No podían ni verlo. A mi padre le salía un sarpullido y mi madre hiperventilaba. A mis hermanos mayores también les producía un rechazo insuperable; en parte porque seguían incondicionalmente a los jefes y en parte porque, antes de caer en desgracia, él había sido el repelente primogénito al que, curiosamente, mis propios padres ponían de ejemplo de todas las virtudes.

Yo era el pequeño. A mí me caía bien. Conmigo había sido bueno. Me compraba libros, me llevaba al cine, jugábamos. Pero si el resto de la familia lo condenaba de esa manera tan clara, pues… era normal que me alineara con ellos. Otra cosa me habría dado miedo. Era él el que tenía que haber sido como nosotros. Pero no, insistió en ser diferente y amenazante. ¡Se atrevió a criticar a mis padres y a defender ideas y comportamientos extraños! Era demasiado. Papá me explicó lo loco que estaba y el peligro que suponía. Mis amigos del colegio, de la urbanización o los del fútbol tampoco soportaban a la gente como él. Las radios, periódicos y televisiones nos advertían de lo malos que eran. Así que, poco a poco, desde los once años, más o menos, aprendí a temerlo y a odiarlo yo también. Sobre todo porque sabíamos que no era malo del todo y que era nuestra sangre. No podíamos eliminarlo sin más.

Pero tampoco sabíamos qué hacer con él y yo creo que por eso decidimos, intuitivamente, que lo mejor era no verlo. Le hicimos la vida imposible para que se fuera. Yo el que más, fíjate. A veces con disimulo y otras no. Lo que son las cosas. Animaba a mis padres para que mantuvieran la mano dura. Es una pena. Pero gracias a eso la familia ha seguido unida.

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