El sol brillaba entre los olivos del huerto de Getsemani. También entraba por las ventanas abiertas e incluso iluminaba las desangeladas paredes de cemento gris.
Después de haber pasado la mañana meditando a la sombra de los árboles sobre la Pasión de Jesucristo, me dirigí a mi estrecho cuarto en la parte más oscura y más fresca de la casa. Abrí la frágil puerta de maderos antiguos y me encontré de frente a la bestia infernal.
Tenía la forma de las repelentes cucarachas que tanto me afligían en las frescas noches de luna llena, con la ventana abierta, al lado del lugar donde Cristo tanto meditó sobre su cruz, cuando pugnaban por entrar en mis oídos.
La criatura del abismo era enorme, de más de dos metros. Su repulsiva cabeza estaba quieta mientras sus horribles antenas se movían nerviosamente, buscando acariciar mi cara.
Mi cuerpo quedó congelado mientras mi vista contemplaba la repulsiva superficie de su piel, entre el negro y un viscoso marrón.
Y mientras mi cuerpo se encogía y el suyo se agrandaba pude meditar largamente sobre los cientos y cientos de pequeñas almas que habían intentado trepar vanamente por la resbaladiza superficie de mi piel blanca, intentando introducirse en mis oídos, sobre el infernal sonido de su cuerpo aplastado bajo mi mano manchada de sangre.
Empezaron a sangrar mis oídos. Como las lagrimas de sangre de Jesucristo al lado de los olivos a la luz de la Luna, aquí al lado. Y cuando las antenas de la criatura del infierno por fin acariciaron mi piel, cuando sus ojos sin alma quedaron por fin fijos en mí y su monstruosa boca se abrió para llevarme, supe entonces que la sangre del Salvador no había sido derramada por mí.
Para siempre