Se llamaba Carmen. Su pelo era rizado, rebelde y cobrizo; mejillas sonrojadas y sonrisa pizpireta. Sus labios eran finos y saturados de carmín, pero estilizados. Cuando sonreía, llenaba la sala; en ella se dibujaban 2 hoyuelos graciosos que la hacían aún más angelical.
Casaca blanca entallada con cremallera, esbelta figura y de una madurez espléndida; era amable con todo el mundo aunque yo nunca fui capaz de cruzar más de 3 palabras con ella. Me quedaba pasmado mirándola… Ella me miraba, me sonreía y yo le decía: “una de pan”.
A veces, se manchaba la mejilla de harina con tanto trasiego y en los días más calurosos se mezclaba con alguna gota de sudor dibujando un surco en su piel… Eso a mí me gustaba…
Nunca sospechó mi profunda admiración por ella. Mi patrón era el mismo: daba los buenos días, buscaba un rinconcito donde ella me viese y donde yo pudiera contemplarla… Elucubraba frases que nunca lograban salir de mi boca; erguido como un mástil, apretaba los puños duramente y sentía como una llamarada desde los pies hasta la cabeza trepanando en mi cara caliente como un fósforo. Notaba mi mandíbula semiencajada, incapaz de articular palabra; entonces ella preguntaba: “¿una de pan?”… Yo solo asentía con la cabeza…
Un Domingo estaba sentada en un parque… Decidí hablarla… Según iba aproximando mis pasos hacia ella, mis piernas templaban y mis puños se apretaban más y más; ella leía y no levantó la cabeza hasta que me senté a su lado… Sólo pude sacar mis manos titubeantes y posarlas sobre mis rodillas temblorosas… Ella me miró y puso su mano sobre la mía… Perdí el sentido… Al abrir los ojos, sus mejillas estaban a 2 palmos de mi rostro… La miré fijamente y sólo fui capaz de balbucear… “Unnnaaa deee paann”.