El marido de Farah entró en la cocina y tras darle un beso en el cuello, le entregó una carta. Ella se entusiasmó. Le parecía tan imposible que aún llegaran cartas a Damasco… Se secó las manos al trapo azulado y rápidamente rasgó el sobre y apoyó el papel sobre la encimera.
Querida Farah:
La señora del herbolario cree que me estoy volviendo loca. Lo veo en su forma de mirarme, cuando cada lunes sin falta, antes de abrir, ya estoy frente a la tienda, con el monedero preparado. Siempre pienso que será suficiente, pero al final nunca alcanza. No consigo que mi piso de aquí, en un callejón descolorido, en el sur de Madrid huela a jazmín. A veces cuando prendo el incienso, me acerco mucho a la llama e intento recordar cómo era nuestra casa, nuestro balcón y la pastelería de abajo, con sus dulces de pistacho.
Se me está olvidando Farah, cómo era papá antes de que empezara la guerra, antes de que decidiera enfermarse y olvidar todo este estruendo. Se me está olvidando, Abdul, el hijo que me trajo a esta tierra y después se volvió al infierno y acabó muriendo en alguna fosa. No recuerdo sus rasgos… tampoco lo que era sentirme abrazada por sus hombros anchos. A veces se me antoja cruzar el mediterráneo, e ir tras él, cómo si aún pudiera encontrarlo, arrebatarle el arma y convencerle de que, ninguna batalla merecía su suerte.
He pensado que quizá pudieras mandarme un poco de jazmín de tu jardín. Del verdadero. Del sirio. Me paso el día sola en casa y el aroma me hace compañía. Quizá entonces, me despierte pensando que estoy en casa, que aún somos niñas, que es primavera y que mientras jugamos sobre la alfombra, papá nos hace cosquillas.
Con cariño, tu hermana.