Ella era pequeñita, moderna, alegre. Él era grandote, clásico, ya bregado, con mucho mundo a cuestas. Hacía poco que se conocían, pero desde entonces habían pasado mucho tiempo juntos y congeniaron enseguida. Este era su primer viaje y lo esperaban con excitación y nerviosismo. Volarían nada menos que a Acapulco, en vuelo transatlántico con escala en Montreal.

El avión despegó puntualmente tras el ajetreo y el desagradable engorro del embarque. Aunque harían el trayecto separados, al menos estaban cerca y podían verse el uno al otro, a no mucha distancia. En las horas nocturnas no había mucho más que hacer que reposar y reservar la energía para las vacaciones.

Tras seis horas de letargo, el avión inició el aterrizaje en Montreal, donde se apearía una parte de los pasajeros, cosa que en principio no debía afectarles directamente. Sin embargo, ocurrió algo inopinado: él fue levantado en volandas y sacado del avión sin muchos miramientos, ante la mirada aterrorizada e impotente de ella.

Él en cambio sólo mostraba un aire de resignación. Adiós Acapulco, adiós vacaciones, adiós alegría. Murphy se la había vuelto a jugar. No en vano estaba muy viajado y sabía de sobra lo que le esperaba: vueltas y más vueltas en solitario sobre una cinta de equipaje, roces y abolladuras, pegajosas etiquetas, suciedad, frío y días de silencio en un almacén.

Allí trataría de vencer al tedio imaginando formas de convertir en una aventura la narración de su desdicha a su nueva amiga, una vez que sus dueños lograran recuperarlo y finalmente lo devolvieran a la tranquilidad del armario que era la residencia habitual de ambos (la pequeña maleta y el baúl).

 

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