—Mira Juan, esto se acabó.

Y justo al terminar esa frase, por megafonía anunciaron el último aviso para los pasajeros Juan Pérez y Silvia Gutiérrez para el vuelo 5022 con destino Madrid-Barajas Adolfo Suarez.

Entonces Silvia se lanzó directa a la puerta de embarque sin dirigirme la mirada, dándome la espalda y dejando claro que todo quedaba atrás para ella. Ocho horas teníamos por delante. Ocho horas con asientos contiguos en clase turista, el sueño de todo adulto que regresa de unas vacaciones. El típico sueño que te despierta por la noche angustiado y cubierto de sudor frío.

Tras soportar la dura mirada de reproche de la azafata todo el mundo ya ocupaba sus asientos, y para añadir alegría a la situación, detrás de nuestra fila había un matrimonio con cara desesperada intentando apaciguar a un bebé, que por supuesto, berreaba. Perfecto, yo no sabía cómo mejorar el combo. Pero vaya si podía mejorar.

El asiento que me tocaba era el del medio, entre mi enfada y futura ex-mujer, y una señora octogenaria que con gran cara de disgusto terminó por cederme el paso, no sin soltar una retahíla de murmullos y exabruptos en inglés.

Y así fue como comenzó el mejor vuelo de mi vida, el más entrañable, el más plácido. El vuelo en el que escuché los mejores reproches y comentarios dirigidos hacia mi persona, por parte de desconocidos. En el que descubrí lo que sucedía cuando se despresurizaba un cuarto de baño en pleno vuelo, spoiler, no es agradable. Y sobre todo el día que descubrí lo que pasaba cuando moría un pasajero a bordo. No, no os alegréis tanto, no fui yo.

Lo gracioso, es que visto con perspectiva, aquellas fueron las vacaciones más emocionantes de toda mi vida. Curiosamente, Silvia opina lo mismo.

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *