Paso el primer control, parece que está todo correcto y el trámite no dura demasiado. Odio cuando se entretienen examinándome minuciosamente. Ahora a ver como llego hasta el avión. Me ha parecido oír algo sobre un grupo que va a vuelos internacionales. Supongo que si voy con ellos llegaré. No me gustan los aeropuertos, es todo demasiado caótico y siempre está abarrotado.
Ya estoy perfectamente acomodada en mi lugar, o eso espero. A simple vista se ve que este no es mi primer viaje. Llevo largo tiempo circulando sin rumbo de parada en parada. En ocasiones trayectos largos y llenos de vaivenes y bruscos contratiempos, de los cuales llevo mis particulares cicatrices. Vamos, verdaderas aventuras. Como aquella vez que no sé muy bien como terminé en Atlanta. Esta vez el trayecto será corto. Ya ha comenzado el incesante zumbido. Odio volar, es algo muy poco personal, siempre apretujados. Si me preguntas prefiero el tren. Además en el tren puedo ir junto a él.
Descendemos. La puerta se abre y comienza el movimiento. Avanzo junto a las demás en un caótico orden que ya es parte de una especie de ritual del siglo XXI. Me muevo a ritmo constante y noto que atraigo todas las miradas. Y al fin le veo. Alberto se fija en mí y de forma automática su cuerpo se pone en movimiento. Avanza con decisión y yo noto esa expresión en sus ojos. A pesar del cansancio y del tiempo de espera el brillo en sus ojos es inconfundible y el sentimiento es mutuo. Como no sentirse aliviado al ver por fin tu maleta aparecer en la cinta y que esta vez tu equipaje no ha ido a parar a Singapur.