Por fin después de mucho ahorrar me senté en el asiento del avión que me llevaría a Japón, con el que soñé visitar desde pequeño. Tenía claro que la ilusión y el nerviosismo no me dejarían pegar ojo, pero al cabo de unas horas descubrí que no serían mis emociones.
Sino una encantadora anciana, que sin venir a cuento me empezó a contar su vida y la de su nieto al que iba a su boda, el niño de una pareja dos filas más atrás, los cuales no parecían por la labor de clamarlo, y mi nuevo amigo que, dormido, recostó su cabeza en mi hombro.
En el largo trayecto nos sirvieron una comida insípida y fría. Reconozco que no cogí la mejor clase o compañía aérea del mundo, pero siempre pensé que la gente exageraba mucho. Pero allí estaba con la cabeza tan saturada de estímulos que no podía concentrarme, pero si mi esfínter.
A medio camino un apretón tremendo me hizo ir al baño a toda prisa, al parecer la mayonesa no estaba del todo saludable, y vaciar todo el contenido de mi sistema digestivo. Dejándome con un hambre espantoso el resto del vuelo, pues no pensaba pagar nueve euros por algo que podía hacer por dos.
-Me han dicho que es una buena chica – dijo de pronto la anciana.
-¿Quién? – pregunté confuso.
-La mujer con la que se va a casar mi nieto – me respondió asombrada – ¿Se ha perdido? Tranquilo que empiezo de nuevo. Cuando tenía 16 años conocí un chico muy guapo…
Tras varias horas de sufrimiento más por el avión aterrizó y yo pude disfrutar de una espléndida visita a Japón. Aunque aún tengo pesadillas y me he vuelto a subir a un avión desde que volví.