En aquel viaje entendí el motivo por el que distraen a los pasajeros de los aviones con una lista interminable de películas. Desde mi asiento, junto al ala del aparato, veía un mar de cabezas orientadas hacia las pantallas mientras yo era el único que miraba por la ventanilla hacia el mundo real, el que importa.

El primero en posarse sobre el ala fue un pájaro oscuro, de aspecto débil, como si hubiese sido transportado hasta allí por una ráfaga de viento contra su voluntad. El animal estaba inmovil. Pronto se situaron junto a él otros pájaros muy similares, como si se hubiesen avisado entre ellos. Habían llenado el ala. Estarán aprovechando el transporte del avión, pensé. Escrutando la forma de las nubes caí en un largo sueño y al despertar ya no había ningún animal. En ese momento me sirvieron la bandeja con la comida. No me dieron a elegir. En los platos ponía: ensalada de pollo, arroz de gallina, pollo con arroz. Mientras comía se me quedaron entre los dientes una especie de plumas tirando a oscuras.

Tras una nueva siesta, pues el viaje era largo, me encontre al abrir los ojos frente a mí a los de un pez, tal vez un besugo, que me miraban fijamente mientras movía la cola. Vale que estábamos sobrevolando un oceáno pero ¿cómo habría llegado hasta allí? Pronto aparecieron unos patos que llevaban otros peces agarrados por la boca. Cuando la azafata me dio a elegir en la siguiente comida entre pescado y pato le pedí un whisky.

Por suerte al vuelo le quedaban pocas horas y ya no nos tocaba comer nada más. Mientras descendíamos, se posaron sobre el ala unas aves alborotadas alrededor de un manjar: una pierna humana a la que le rasgaban el pantalón con rayas laterales.

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