Cerré los ojos. Curiosamente mi mejor forma de ver las cosas es teniendo los ojos cerrados. Visualicé la escena de la que formaba parte. A mi lado él, latino, bronceado, atractivo y de sonrisa confiable. A su lado yo, más joven, evidentes rasgos balcánicos y aspecto frágil. Manos entrelazadas. Tres filas delante, a la derecha, una mujer hablaba, amorosamente, a una niña de 3 años que lloraba desconsolada.
La azafata recorrió el pasillo contando a los pasajeros. Miraba con atención nuestros cinturones de seguridad. Traté de que me mirara a los ojos, fingiendo un golpe de tos. Eran mis ojos lo único que me quedaba.
Él me besó en la mejilla y me apretó fuertemente la mano. Entendí lo qué significaba aquello. Pese a todo, me mostró en su móvil la carita de Yvanka. Sus ojos, vivos, turquesas, únicos, me recordaron que hay errores que no son subsanables. Asentí para que entendiera que iba a colaborar.
La niña lloraba y, en un idioma que solo yo entendía, decía: «Quiero ir con mamá».
Yo, su mamá, me moría por dentro pensando en cómo alertar al mundo de que querían arrebatármela. De que aquel tipo al que había conocido en mi Eslovenia natal cuatro meses atrás, me había seducido para emprender una nueva vida en Brasil. Y me había llevado, enamorada, al aeropuerto con mi niña de la mano. Allí apareció esa mujer. Abrazó a Yvanka. Me mostró una cantimplora infantil. Dijo que contenía una solución mortal. Él me susurró que los planes habían cambiado, que mi hija tendría una familia mejor. Pero, si no cooperaba, aquel bebedizo arruinaría su destino para siempre.
Dios míoooo, Yvanka. Mi niña….
La azafata me tocó el brazo y me ofreció una manta.
Yo, volqué en sus ojos mi mirada turquesa, llena de dolor. Ella asintió»