El martes era día de bingo. Jugábamos 2 cartones y si ganábamos algo nos tomábamos un gin tonic de los caros, con pepino y esas cosas. Sino, una caña en el bar de enfrente, donde siempre había exposiciones de fotografía. Nos gustaba la fotografía. Una vez me compró una polaroid en el rastro y ese día nos lo pasamos retratando nuestro amor por todo Madrid. Yo le regale película para su Lomo, pero se la olvidó en un cajón de la cómoda del vestíbulo;, todavía sigue ahí.
Desde el apartamento se veía al gato del vecino. De esos grises de ojos amarillos. Gatos de pago, como yo los llamo. Lo saludábamos cada mañana mientras desayunábamos y él movía la cabeza como si entendiese.
A veces, cuando hacía calor, nos tumbábamos en el suelo del patio y dibujábamos el contorno de nuestros cuerpos con trozos de escayola; gráciles siluetas blancas en el escenario de un crimen pasional. Como Sid y Nancy. Como Romeo y Julieta. Como nosotros.
Nos bañábamos juntos cada noche; no nos gustaban las duchas, no son románticas, no son íntimas. Para bañarse hay que ser valiente. Hay personas que nunca entenderán la brutal sinceridad de un baño compartido.
Ahora encuentro demasiado espacio libre en esa bañera, ahora juego al solitario. He dejado de ir al bingo y ya no me gusta la tónica. Ahora ya nunca está el gato gris en la ventana. Quizá sí que entendía.
Se traspasa historia de amor. Razón aquí.