Él deslizaba su mano suavemente por su espalda hasta el pequeño lunar que daba la bienvenida a su cintura. Le gustaba sentir el tacto fresco de su piel erizada por el contacto de las sábanas frías. Ella había quitado todos los espejos de la casa. Ningún reflejo podía perturbar su paz fingida, la única puerta de escape de su tormenta interior. Quería pensar que si no se veía a sí misma, tampoco podría sentir la guerra que cada día estallaba en sus momentos de soledad.

-Toni, ¿qué te hace volver a mí?- preguntó ella tímidamente.

– Respóndeme tú… ¿Por qué no habría de hacerlo? – dijo él mientras la miraba fijamente. Ella, mientras tanto, bajaba su mirada, pues una vez más se sentía sin el valor suficiente para enfrentar la realidad.

Él cogió su mano y la alzó hasta hacerla tocar sus labios.

– Cierra tus ojos. Siente la belleza de tu tacto. Deja que tu mano nade por el mar de tu piel desnuda – relataba Toni, mientras hacía que la mano de ella, temblorosa, bajara lentamente por su pecho.

– Mírame. Amo tu libertad, esa que encarcelas en el límite de tu cuerpo. Ahora mírate, cierra de nuevo tus ojos y duerme. No me voy a ir. Mañana despertaremos juntos.

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