¡Que se vayan a la mierda con sus protocolos! Lo admito. Dudé un segundo, sólo un segundo. Me arriesgué, desobedecí una orden y se me escapó de las manos. Mi recompensa han sido sus gestos de desaprobación o de ternura. Otros se han acercado para demostrarme… ¡yo qué sé! ¡Que se vayan a la mierda!, sobre todo aquellos que se limitan a escribir normas en un papel, esos que jamás se han enfrentado a la desesperación de una mirada rota que suplica una salvación.

Se me escapó de las manos pero hice lo que me exigía el alma. Las buenas intenciones son inútiles cuando únicamente te consienten gritar órdenes estériles. Me enseñaron a mantenerme alejada y a proteger mi ayuda con guantes de látex, aunque mi conciencia me gritara que podía hacer mucho más. No me advirtieron que lo haría a tal volumen que me impediría escuchar sus aullidos de impotencia.

Se me escapó de las manos con la misma facilidad que, hace un instante, el jabón resbaló mientras me duchaba para quitarme la suciedad y la tristeza. Ni siquiera la luz del sol que ahora entra por la ventana puede recuperar el ánimo en mi cuerpo. Miro a la pared para borrar de mi memoria aquel niño que saltó asustado de la patera y comenzó a hundirse en el mar. Dudé un segundo, sólo un segundo. Contraviniendo la ordenanza salté al agua para sacarlo a flote, pero lo hice tarde y se me escapó de las manos.

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