staban todos en línea delante de mí. Me odiaban. Creían que tenían razones para hacerlo y en sus corazones sólo deseaban mi muerte. Lamentablemente para mí la iban a conseguir. Ahí estaba yo, sentado, atado y drogado, esperando que llegara el momento final. Me habían quitado mis gafas y el mundo estaba borroso. Las drogas hacían que las texturas y los colores fueran confusos. La cacofonía a mi alrededor no tenía sentido, pero me daba igual. La resignación es así.

Recuerdo que suspiré, y que me mareé. Cerré los ojos un momento, pero me abofetearon y volví a abrirlos a ese mundo áspero, ceniciento, borroso, que ya no era mi mundo ni tenía nada que ver conmigo. Me aburría. Esperando me aburría.

De algún modo los sonidos se aclararon y empecé a distinguir voces, palabras. “Asesinato”, “Culpable”, “Atroz”… Ah, ya… Por eso por lo que estaba allí. El corcho en el que se había convertido mi cerebro recordó. Esa voz… Alcé la mirada. Parecía un hombre, gesticulaba y hablaba… ¿Qué decía? ¿Quién era? Qué importa.

Noté cómo el líquido ardiente de la droga entraba en mi cuerpo. Ahí estaba. Se acabó. El hombre frente a mi se acercó y me miró. Levantó una mano. ¿Me ofrecía ayuda? ¿Ahora? Tarde. Ya era tarde.

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