Voy caminando por la calle en busca de una mirada amable, pero cada uno de los rostros con los que me cruzo, que no son pocos, está difuminado, como sumido en una densa niebla que me impide ver sus ojos. Lo que sí veo con nitidez son sus manos. Así que empiezo a fijarme en ellas. Las hay pequeñas y delicadas, huesudas y arrugadas, amplias y castigadas, hermosas y mimadas. Las manos hablan. Sobre el pasado, evidentemente, pero también del presente.
Sigo observando y descubro cantidad de gestos diferentes. Las manos no pueden estar quietas: algunas se abren y se cierran, incesantemente, como si temiesen no volver a moverse más si se detienen, y otras bailan al son de un tic nervioso, seguramente arrastrado desde hace tiempo. No son pocas las que están en tensión perpetua, haciendo que las uñas muerdan, marcando con arcos profundos la gruesa piel de las palmas. Pero sin duda son mayoría las que están ocupadas con objetos varios: la que no sustenta un cigarro, agarra un móvil, y la que no, las dos cosas.
Manos que se esconden en bolsillos, manos que rebuscan en bolsos. Manos que cargan bolsas, manos que sostienen otras manos.
De repente doy un traspié y me caigo de bruces contra el suelo. Y, antes de que me dé tiempo a levantarme, miro hacia arriba. Descubro que alguien trata de ayudarme. Detrás de la mano, nítida, hay una tez borrosa. Y detrás de la tez borrosa hay una segunda persona. «¿Qué querrán estos dos, qué intenciones tendrán?», me pregunto. Y es que sé por experiencia que si alguien se muestra gratuitamente amable y tiene tras de sí a una segunda persona de dudoso rostro, se debe desconfiar. Pero me fijo en su mano: amable, segura. Decido confiar. Sin pensar más, tomo la mano que me ayuda a levantarme.