El Pacífico es un mar tan cabrón como cualquier otro. Y aquella noche de tormenta nuestro barco se partió en dos como una nuez. Yo me apresuré a subir al único bote salvavidas momentos antes de la tragedia y me fui alejando desoyendo las voces de mis compañeros. Rachas de viento me traían los gemidos de Javier y de Eduardo. Pero yo había silenciado todo sonido humano. Aullaba a las olas enfurecidas, a la espuma, a los jirones de nubes, buscando un paso navegable entre el arrecife de coral. Sólo entonces llegaría al atolón de Raraka, un flotador de arena y palmeras perdido en la inmensidad del azul que habíamos avistado aquella mañana.
Pero las olas, la espuma y el viento me ignoraron lanzándome contra la cresta del arrecife. El bote saltó en pedazos y una de sus tablas abrió una herida limpia y profunda en mi abdomen. Después todo se hizo denso y silencioso.
Cuando desperté, sobre la arena blanca de Raraka, el mar, manso y transparente, lamía mis muchas heridas. Ya no sentía dolor alguno. Sólo frío y soledad. El murmullo del mar me trajo de nuevo, en mi delirio, las voces de Javier y Eduardo. Esta vez no gemían sino que chillaban airados, enfurecidos. Abrí los ojos y vi dos siluetas borrosas y encolerizadas. Javier me tendía su mano derecha. En la izquierda empuñaba una estaca. La vida se me escapaba. Agarré esa mano enemiga, pero humana y cálida y esperé mi final.