Tras disiparse el humo, lo primero que Clara Despentes, de vacaciones en Cancún, pudo ver, no fue la destrucción causada por la bomba que acababa de explotar, sino una mano tendida hacia ella ofreciéndole ayuda. El anillo en el anular no dejaba lugar a dudas: ex-KGB, servicios especiales. Cogió con firmeza la mano y se incorporó. Tenían que escapar antes de que les disparara el francotirador que había vislumbrado en la azotea contigua antes de la exploxión. Y debían hacerlo rápido. El niño de unos siete años que le había guido hasta la puerta todavía, si seguía vivo, podría indicarles cómo encontrar la guarida de Raley Doners, el malvado inversor petrolero, sin duda el autor de este atentado. Miró por la ventana. Un atajo de hombres intentaba controlar a dos caballos que, asustados por el estruendo previo, se habían zafado de las cuerdas que les ataban al carromato. Rápido, pensó. Y aferró con más intensidad la masculina y sexy mano que le sugería… acción. Y Clara Despentes, si algo quería, era sentir algo de acción.

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