Rayan miraba absorto la foto del folleto.
Se imaginaba a sí mismo habitando uno de esos pisos que se construían en el centro de la ciudad. Con sus niños y su esposa. La cual no tenía. Los cuales no existían. Porque Rayan era soltero.
Se imaginaba a sí mismo viviendo en el ático. Disfrutando de vistas a toda la ciudad. En su nidito de amor para sus amantes. Las chicas de sus sueños. Despampanantes rubias y morenas. A las que no conocía a no ser que pagara por ello.
Se veía a sí mismo con sus colegas. Disfrutando de su cómodo apartamento del centro de la ciudad. Visitado por todos. A todas horas. Unos colegas que no tenía pues Ryan no era un hombre de muchas palabras. Tímido y apocado más bien, diría.
Un año faltaba. Sólo un año para que la constructora entregara los pisos que construía. Un año para reunir una suma de dinero imposible de asumir no por lo elevado de la cuantía sino porque simplemente era imposible sin tener un empleo estable.
Rayan suspiró. Y las lágrimas acudieron a su rostro. Apagó la tenue luz de la mesilla y se despidió de todos un “hasta mañana” gritado a los cuatro vientos. Sus padres y hermanos con los que vivía a pesar de su edad no contestaron.
Cerró los ojos y trató de inventar un sueño. Porque era todo cuanto tenía. Su mente, su imaginación y su esperanza para enfrentarse a la realidad del mundo que le había tocado vivir.
Y mientras veía en su mente la fotografía del folleto pidió un deseo.
A la mañana siguiente Rayan no estaba en su cama.
Sus padres fallecieron sin saber que fue de su hijo. Y sus hermanos jamás le volvieron a ver.