Allí estaban aquellos dos hombres de playmóbil oliéndose mutuamente, despreciándose, como imanes que se repelen, y sin embargo ahí estaban sin poder moverse. Sin poder mostrar su cara de asco. Pero todo lo que no sucede por fuera sucede por dentro. En su vida anterior, jugando a indios y vaqueros, el que ahora viste con traje y aires de autoridad había sido mutilado de piernas y brazos, y colgado en el salón de la casa del hombre que ahora tenía a su lado. Su mujer también había sido condenada a trabajar en la misma casa como criada, y entre las tareas domésticas de cada día tenía que pasarle el polvo a la cabeza de su marido, sin mostrar ninguna diferencia, ningún gesto de memoria, y todo lo que no pasaba por fuera pasaba por dentro, y dentro se le caían las lágrimas de arriba abajo y de abajo arriba. Él se hubiera muerto porque su mujer no lo viera humillado así, pero los hombres de playmóbil no pueden morirse y resucitar cuando les da la gana. Y ahora no le quedaba más remedio que permanecer junto a ese hombre, como dos trabajadores de la misma obra.

 

Victor tenía unos años más de lo considerado normal para seguir jugando con muñecos, pero no se acordaba ya de eso. Absorto en su mundo de playmóbil y en lo que pensaban sus personajes, en su habitación, nadie le podía ver, ni se acordaba de nada. No se acordaba de que su profesor había bromeado delante de toda la clase sobre sus respuestas en el examen, su madre no le preguntaba por qué no bajaba a la calle a jugar con los otros niños, ni donde se había hecho aquellas heridas en el cuello. No pasaba nada dentro de él, por si alguien le preguntaba. Y todo lo que no pasaba por dentro pasaba por fuera.

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