Una mañana de primavera, al fondo unos naranjales y más allá el azul del mar, que entre una calima desdibuja su separación con el cielo, el sol brilla radiante.

.-¿Ves aquellos árboles?

.-Si, son bonitos.

.-¡Eran bonitos!

.-Pero yo los veo ahora.

.-Creo que te equivocas arquitecto. Solo son el vestigio de un pasado. Esos árboles ya no existen, serán cubiertos por chalets adosados y bloques de apartamentos. Más de mil. “La mirada del rey” se llamará esa impresionante promoción.

.-En esos naranjales corría yo cuando era pequeño.

.-¿Y, dónde crees que yo me tiré a mi primera novia?

Levantó una mano, y como si del mismísimo almirante de la Mar Océana se tratara, lanzó una predicción cargada de soberbia.

.-Ves aquella superficie azul. Pues pronto será gris, de ese gris del triunfo, de ese gris que significa oro, de ese gris hormigón que tapará ese azul decadente.

.-Pero Don Ceferino. ¡Cubrir el mar! ¿No es un tanto arrogante?

La mirada de aquel emperador del hormigón cayó sobre el arquitecto como si de un rayo de Zeus Olímpico se tratara.

.-¿Tú, quieres participar del futuro o deseas ser un trasto arrumbado en el olvido del fracaso?

Ante esta pregunta brutal, directa, pesada como el hormigón bajo el que aquel hombre pensaba sepultar el mar, el arquitecto suspendió su discurso. Agachó la cabeza y se sintió radiografiado por la mirada perdida en el horizonte que mantenía Don Ceferino.

Aquellos naranjales eran su niñez, aquel mar su juventud y todo aquello era su vida. Pero tenía dos hijos, una hipoteca y un BMW con letras por pagar.

.-Don Ceferino: Es usted un visionario. Realmente, ¿para qué queremos naranjas si tenemos Juver? ¿Para qué queremos mar si la urbanización tendrá piscinas?

.- Me alegra comprobar que tengo un fiel colaborador en ti, arquitecto.

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