Subió los últimos escalones que daban acceso a la azotea. Caminó hasta el borde del edificio y miró el inmenso vacío a sus pies. Aquella vez no sintió miedo, a pesar de que siempre le dieron vértigo las alturas. Allá a lo lejos casi se podía ver la costa de África. Abajo, apenas podía reconocer el paisaje donde antes estuvo su casa y su barca, junto de la playa que ahora ocupaba el aparcamiento y el puerto deportivo de la mayor inversión inmobiliaria de la costa sur de Europa, en el corazón de la reserva natural más codiciada por la especulación urbanística sin escrúpulos.

Desde la altura de la azotea le llegaba el bullicio de la fiesta donde se celebraba la coronación de la última planta del rascacielos. Al helicóptero que esperaba junto al edificio subieron el presidente del gobierno y la presidenta de la comunidad junto al juez que instruyó la causa que desestimó las demandas de vecinos y grupos ecologistas, y los directores de la inmobiliaria y el banco promotores del proyecto. Cuando el helicóptero elevó el vuelo, Miguel dio un paso adelante dejándose caer al vacío, fundiéndose con una ráfaga de aire que se transformó en un viento huracanado que hizo zozobrar al helicóptero y estrellarse contra la base del rascacielos, provocando una inmensa bola de fuego.

-¡Mi casa, quiero ir a mi casa! –gritó el anciano en su butaca al despertar de su sueño.

-Miguel, ya está usted con lo mismo, –le reprochó tajante y áspera una de las monjas que lo cuidaban –ahora esta es su casa.

-¡No! ¡Esta no es mi casa! –Gritó de nuevo –Mí casa está junto al mar y allí tengo mi barca con la que me voy a ir a pescar.

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