Cuando se despertó, notó cierta ligereza, como si se hubiese desprendido de una parte de su cuerpo. Sentía cierto alivio y a la vez una sensación de vacío, de miedo a lo desconocido. Por primera vez se enfrentaba a su miedo más profundo, la libertad. Y es que parece contradictorio, pero hasta ese momento, se había aferrado a su pareja, a un tiempo pasado y a muchas otras cosas que ahora dejaba atrás. Y entonces pensó las de veces que olvidando vivir intensamente los momentos presentes, había dejado que se convirtiesen en recuerdos. Pero, ¿cómo dejar ir aquello a lo que tenía apego? No había sido tarea fácil, exigía de valentía, una valentía que le había hecho desafiar las críticas de todos aquellos que la rodeaban y que no entendían que una mujer a su edad pudiera tomar esa determinación. Pero es que la libertad no distingue de edad ni de momentos precisos, está al alcance y disposición de casi todos. Y ahora se encontraba envuelta en sábanas de seda pensando en su nueva vida, una vida lejos de la esclavitud de unas normas sociales, del encadenamiento a falsas amistades y de convencionalismos que aún permanecían en el nuevo siglo. Ahora solo le quedaba ser fuerte y resistir a los recuerdos, aunque como decía su madre “las personas solo mueren cuando dejas de recordarlas” y en ese camino aún le quedaba un tramo por recorrer. Pero aunque le costase librarse de las ataduras, una cosa que aprendió en ese mismo instante era que no iba a dejar nunca más que nada ni nadie fuera su todo porque cuando se fuera, se volvería a quedar sin nada.

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