El druida le había prohibido hablar hasta que tuviera la certeza absoluta de saber la respuesta a la pregunta éste le había formulado.

―No hace falta que me respondas, pero si se te ocurre abrir la boca daré por supuesto que conoces la solución― le dijo justo antes de plantearle el acertijo que le atormentaba.

Pudiera ser que la pregunta no fuera importante, que ni siquiera lo fuera la respuesta. Quizá se tratara únicamente de una estratagema para mantenerle en silencio durante la mayor parte del camino. Los viejos no gustan de ser interrumpidos por los jóvenes, mucho menos si estos ansían lo que ellos ya poseen. Pero si en verdad deseaba ser uno de los sacerdotes más importantes de la comarca debía cumplir sus instrucciones y aprender de sus enseñanzas.

Por eso caminaba detrás de él con la boca cerrada y la vista fija en la cinta de sus sandalias. Los dibujos que hacían las sombras de los árboles sobre el camino eran su único entretenimiento, porque hacía horas que había claudicado. El problema no tenía una solución lógica, ni siquiera verosímil. Daba lo mismo darle cualquier respuesta, un color, un número o un nombre escogidos al azar. Ninguno se ajustaba a la solución que buscaba, pero paradójicamente podían serla todas. Entonces, ¿cómo arriesgarse a abrir la boca? Supo que el viejo había sabido amarrar sus pensamientos de tal forma que no había fuerza humana para liberarse. Así es como ejercía su dominio sobre los demás.

―Maestro: ¿es cierto que cielo se abre cuando una vida se cierra? ―se atrevió por fin a decir.

―¿Acaso conoces ya la respuesta a mi acertijo para plantearme tú otro a mí?

―Maestro: ésa y no otra era mi respuesta. Le agradecería que guardara silencio hasta que pudiera asegurarme que realmente tiene la solución.

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