Desde mi hamaca, mi pequeño observatorio particular, y como si de una película se tratase, me paso las horas contemplando el panorama. La playa, un lugar de contrastes:
– auditivo, pasamos del sonido relajante de las olas que acarician la orilla en un vaivén continuo al griterío del tumulto que se va agolpando poco a poco a partir del medio día
– visual, pasamos de la serenidad del azul esmeralda espumoso al más puro festival de colores
– olfativo, pasamos de la respiración pausada, acompasada con ese aroma a salitre en polvo al caos de fragancias que mezclan el más fétido de los sudores con el aroma más exquisito de Chanel número 5.
– gustativo, pasamos del sabor a miel y limón frente al amargo o dulce según la cuchara con la que se saboree.
-táctil,pasamos de la brisa marina que acaricia los cuerpos al amanecer a la bofetada de calor que trasgrede la estrecha frontera entre el placer y la incomodidad.
Y no sólo puedo percibir contrastes sensitivos, sino también los anímicos, esas mentes maravillosas que buscan en la playa distintos tesoros escondidos. Los hay que solo desean disfrutar de un momento de relax y placer, aquellos que la ven como vía de escape o simplemente un medio que les permite gestionar las vacaciones familiares.
Cuando llega el final, todo cambia. Es en ese momento cuando ese elenco de contrastes se unifica en un único pensamiento:¿volveremos el próximo verano?