Ahí estaba ella, tranquila, esperando el atardecer en la playa como a quien le sobrara el tiempo. Yo la observaba a sus espaldas, tumbado boca abajo y con los ojos entrecerrados. No tenía miedo a ser descubierto. Cualquier movimiento que ella hiciera sería más lento que mi intención de simular un sueño profundo. Pero perdía cuidado porque parecía abstraída.
Con mi mejilla apoyada sobre la arena me di cuenta de que, en realidad, temía a aquella mujer. Si al final acababa por descubrirme le confesaría mi curiosidad. Le diría que todo había comenzado aquella misma tarde, junto a su apartamento, cuando desde mi hamaca escuché las palabras que vertió sobre su marido sin previo aviso. Le explicaría cómo atrajo mi atención aquel preámbulo escueto y seco anunciándole a bocajarro que ya no le quería, que después de veinte años de matrimonio se había dado cuenta de que le quedaba suficiente vida por delante como para desperdiciarla estando juntos. Es cierto que luego le reconoció sus méritos, y detalló lo bueno que había sido con ella, sus agasajos, sacrificios y caricias, su pasión y su respeto. No podía por menos que estarle agradecida y sentir cariño, incluso amor, pero no un amor puro, ni siquiera añejo, sino amor a secas, apenas cuatro letras. Concluyó su argumentación sentenciando su ruptura. Lo hacía por él, pero sobre todo por ella, por volver a sentirse mujer.
Después, tomo su toalla y caminó hacia la playa sin esperar contrarréplica alguna, sin despedirse, sin nada. Y yo no pude por menos que seguirla. Había descubierto por fin que el ser humano tenía alma hasta que otro se la llevaba, una especie de muerte descalza que, después de pasar la guadaña, tenía el suficiente cuajo como para esperar leyendo tranquilamente a los siguientes que iba a desalmar.