Maggie siente pasión por los árboles. Los abraza y pega su carita al tronco mientras escucha. Su abuela le transmitió que, al igual que las caracolas contienen el eco del mar, en los árboles está el de la tierra. Por eso pega la oreja a su corteza, esperando recibir un obsequio celestial.
Tal día como hoy, atravesando un bosque cualquiera, Maggie iba ejercitando los dedos de su mano izquierda, repasando un punteo de guitarra. Le daba igual si pensaban que estaba loca por tocar un instrumento imaginario. A menudo deseaba que un guitarrista la viese y se fijase en lo bien que lo hacía. Justo entonces, descubrió unos brazos rodeando un árbol. Era un chico guapísimo que cargaba una funda de guitarra a sus espaldas. Se quedó paralizada. Él sonrió. Se fue acercando lentamente y, cuando llegó a la altura de Maggie, una sombra pasó entre ellos. El rostro de él cambió de golpe. Se llevó la mano al cuello, pues algo helado lo había atravesado. La sangre salpicó por doquier, llenando la carita de Maggie de pecas rojas. El chico calló de espaldas, quebrando la guitarra con un acorde disonante.
De repente, por el rabillo del ojo, Maggie vio la sombra. Parecía llevar algo pequeño que brillaba en la oscuridad. Salió corriendo sin mirar atrás. Maggie llegó a casa y cerró echando el pestillo. Al llevarse la mano al pecho se percató de que sostenía una navaja. El filo estaba manchado de sangre. La dejó caer al suelo, devolviendo la mano al pecho. Bajo la camiseta sintió su colgante, que siempre llevaba puesto. Lo sacó y, en la oscuridad, se quedó mirando cómo brillaba. Era un regalo de su abuela, se lo había legado en su lecho de muerte, junto con la navaja y la siguiente promesa: «Hija mía, recuerda que debes cuidarte de todo hombre, pero no temas, porque siempre te protegeré».