La noche en que todo ocurrió me despertó el sonido del viento al colarse a través de una ventana. Soplaba en forma de aullido lastimero, como si fuera un perro montañés extraviado que intentara llamar a su amo para volver a encontrar el camino a casa.

– Andrés, ¿dónde esta Luisa Fernanda?

– Ya te lo dije –contestó mi hermanastro-, ha bajado a casa de los tíos. ¡Anda, duérmete ya!

Era la noche de los difuntos y nuestra niñera, amiga de la familia, nos había dejado solos en aquella casa. Mis padres estaban en la Feria de Ganado de Tajuña y mis tíos al otro lado del bosque, en el primer edificio de la ciudad.

Luisa Fernanda, apodada Nandy cariñosamente, se ocupaba de nosotros cuando faltaban los mayores. Pero aquella noche la había llamado mi tía. Sufría una migraña terrible y la niñera era famosa por aliviar dolores con pócimas y ungüentos.

Así que bajó a casa de mis tíos y nos dejó solos.

– ¿No tienes miedo de las brujas? –pregunté a mi hermanastro.

– ¡Eso no existe, Estefanía! ¡Duérmete ya, pesada!

A la mañana siguiente, no había rastro en las camas desechas que pudiera señalar dónde nos encontrábamos. Luisa Fernanda, Nandy, nos buscó durante mucho tiempo en el bosque, pero jamás dio con nosotros. Tampoco nuestros padres.

Solo se nos permite volver la noche de los difuntos. Esa en la que si oyes el viento colarse a través de una ventana no debes levantarte. Ni aunque te parezca oír llorar a un niño afuera. Por supuesto, intentaremos atraerte hacia nosotros. Hacia esos árboles retorcidos y negros del corazón del bosque. Y si te acercas lo suficiente, si nos miras y descubres al niño que hay dentro, ¡te cogeremos! Y también tú serás parte del bosque en la Noche de los Difuntos.

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