Mi madre era una delicada mujer oriental, de rasgos dulces y suaves, terciopelo en la piel y en sus movimientos.Mis dos hermanas calcaron fielmente esa genética y elegancia, mientras yo tuve la suerte entrecomillada de parecerme a mi padre, un marinero español, moreno, tosco y aventurero, que recaló en las costas orientales y, nadie sabe cómo, consiguió enamorar a la mujer más bonita del pueblo.

Caminaba junto a mis hermanas bellas y delicadas, ellas con su blancura boreal y movimientos de algodón, yo avergonzada de mi propia existencia. A su lado se me antojaba parecer un animal rudo, gordo y maloliente, casi podía notar las miradas de lástima lacerando mi nuca a nuestro paso. Mi vida era un dolor adolescente, sin tregua para la paz interior.

Una tarde mi padre llegó temprano a casa, y me pidió que lo acompañase a pasear. Por el camino pasó su brazo por mis hombros y comenzó a hablarme suavemente, con una voz hondamente tierna me dio las gracias por haber nacido, pues era el fruto de un amor profundo que llenaba su vida, y por perpetuar su propia imagen, y la de sus padres, y la de los padres de sus padres. Estaba orgulloso de mi por ser yo, por ser un poco el. Continuamos el camino hasta casa juntos, sin hablar más, agarrados de la mano. A la mañana siguiente, mientras miraba a mis hermanas, sabía que, después de todo, no era tan malo ser diferente.

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