
La Anciana falleció al cumplir noventa años.
Ése día, como arrastrada por una fuerza invisible, salió a pasear y llegó hasta un circo majestuoso. Curiosa como una chiquilla, se introdujo hasta el lugar donde estaban los animales. Vio a un pequeño elefantito amarrado a una pica clavada al suelo. Entonces, llevándose la mano al pecho, calló muerta.
La Anciana fue enterrada pasados dos días. Su lápida fue colocada junto a otra de forma idéntica, gemela. Incluso las inscripciones de apellidos y fechas de nacimiento eran las mismas, lo único que las diferenciaba eran los nombres. Además del momento de la muerte, distanciados exactamente ochenta y un años.
Los padres de La Anciana, para celebrar el noveno aniversario de su nacimiento, la llevaron a ella y a su hermana a ver el circo. En un descuido, las dos se adentraron en el lugar hasta encontrarse en la zona de los animales. Se toparon con un elefante adulto, descomunal y gris como una montaña. Estaba amarrado a una pica clavada al suelo, tan insignificante a su lado, que parecía un alfiler. Las niñas trataron de arrancarla. Tras dar el tirón, salieron despedidas en direcciones opuestas. Cayeron al suelo, los animales se asustaron. Una fue a parar a los pies del elefante. El elefante se revolvió, nervioso. La pequeña gritó horrorizada. La otra, por su parte, no pudo hacer nada mientras observaba la espantosa imagen que tenía delante, pues era como verse a sí misma aplastada por unas patas descomunales y grises. Se quedó paralizada. Su corazón palpitaba dentro de su pecho con tanta fuerza que, si no fuera por su juventud, habría estallado.
Cuando llegaron sus padres, La Anciana de nueve años afirmó ser su hermana y que, la que había fallecido bajo las patas del elefante, no era otra sino ella misma.