
Las arrugadas manos, de dedos huesudos, se amarraban con fuerza al reposabrazos de la butaca. Estaba nerviosa, como si fuera a ser ella quien se enfrentase al alzado del telón, dispuesta a recitar los primeros versos de la primera función que representó cuando sus cabellos eran aún dorados y su dolorida espalda le permitía erguirse en toda su estatura.
De pronto, un movimiento en el escenario captó la atención de sus vivaces y sabios ojos. Pensó que sería uno de los actores que, nervioso antes de la función, tenía que calmar su ansia buscando entre el patio de butacas un rostro familiar.
La mujer sonrió con ternura. Siempre había espiado desde ese lado justo antes de comenzar y el simple recuerdo hizo que sus ojos se mostraran vidriosos. Soltó el reposabrazos y se secó despacio las lágrimas.
De pronto, las luces se apagaron y comenzó a sonar la música de inicio de la función. Se alzó el telón y una única silla blanca en el centro ocupaba la escena. Entonces, con las últimas notas de la canción, la mujer escuchó cómo unos pasos firmes se acercaban desde el backstage. Y entonces salió ella. Con el porte de las verdaderas actrices y sabiéndose dueña de ese espacio que compartía con una silla blanca. Se tomó su tiempo y finalmente se sentó para comenzar a hablar con voz profunda:
– Permítanme que les cuente una historia preciosa…
La anciana mujer comenzó a llorar al contemplar cómo su nieta, en lo alto del escenario, hacía realidad su mismo sueño, el cual le había llevado a trabajar como actriz hacía sesenta años.
Cuando la función terminó, la abuela lloraba orgullosa y apenas fue capaz de escuchar cómo su nieta le dedicaba aquel momento:
– A mi abuela, la maestra de mi vida “Lola Herrera”