
-Antonia, ¿estás despierta? –susurro golpeando la puerta.
-Ya salgo.
Nerviosa, miro el pasillo arriba y abajo.
-¿Has llamado donde Mercedes? –me dice- pues espera, no despiertes a media residencia.
Empujamos su puerta sin avisar. Mercedes se está bajando el camisón y, entre el revoltijo de sábanas de su cama, una tripa velluda sube y baja al ritmo de la respiración.
-Mercedes, ¿te los has zumbado?
-Hija, qué ordinaria, hemos hecho el amor.
-Anda ya –le suelta una Antonia mosqueada-, si tiene por lo menos setenta.
Agarradas, avanzamos por el pasillo oscuro hacia la habitación 212. Cuando llegamos, está medio entornada. Antonia se asoma por el hueco.
-Joder, sí que es él.
La aparto a un lado y miro. La barbita es inconfundible. Ahora es blanca, pero cuando le veía presentar el concurso de la tele era negra y yo la imaginaba rozándome el…
-Carmen, quita, coño, que te quedas “abobá”.
Mercedes me aparta y entra. Es la que tiene algo que decir. Rodeando la cama, retiramos la sábana que lo cubre. El hombre está desnudo. Las tres nos quedamos mirando aquel miembro tieso y tumefacto.
-Sin duda es él –sentencia.
-¿Te lo puedes creer, Antonia? Y vamos a jugar juntos al parchís todas las tardes.
Miro a Mercedes, pero tiene el ceño fruncido.
-¿Qué pasa? Has dicho que era él.
-Sí, solo que…
-¿Qué?
-Que yo creo que se ha “quedao muñeco”. El pecho no se le mueve.
Retrocedemos y salimos de la habitación rápidamente, camino de nuestras camas.
Yo me duermo desilusionada. Qué tardes memorables hubiéramos pasado entre bingo y parchís.
Mercedes vuelve a acostarse al lado de la tripa velluda, recordando a aquel miembro con nostalgia.
Antonia acaba de releer el prospecto del medicamento. Ahí está: “posibles efectos secundarios no deseados”. Quizá no fue buena idea machacar dos pastillitas azules y dejarlas caer en el plato de aquel hombre. Bueno, en todo caso: “que se joda la Merce”.