
Ese fin de semana Petra y Adrián tampoco viajarían al pueblo. Desde el inicio del invierno no podían ir. La casa precisaba muchos arreglos para impedir que el frío se filtrara por las grietas que se abrían por paredes y techos. Había que reparar lo que el paso del tiempo había causado. Sus padres debían emplear allí sábados y domingos si querían volver. Aquel sería un nuevo fin de semana en Bilbao bajo el cuidado de sus tíos, y ya era primavera.
Desde su atolondrada mirada de niños, Petra y Adrián no se habían percatado del estado del viejo caserío. Eran demasiado pequeños para advertir aquella ruina. Allí se dedicaban jugar con sus amigos en la antigua era. Apenas prestaban atención a todo lo demás. Ahora, no solo añoraban aquellos momentos, sino que también echaban de menos a sus padres. Durante la semana desaparecían al amanecer para trabajar en sus oficinas y regresaban entrada la noche. La maldita crisis iba a acabar con ellos.
Aquel sábado sus tíos les llevaron a un parque alejado de Bilbao. La tarde primaveral invitaba a corretear y ellos lo hicieron hasta agotarse. Antes de regresar, fueron a merendar a una zona comercial donde las cafeterías se adornaban con coloridas terrazas. Entre el bullicio descubrieron a un hombre haciendo malabarismos a ciegas con un balón. Una mujer paseaba alrededor del corro que se había formado recaudando monedas. De su pecho colgaba un cartel que rezada: «necesitamos trabajo para alimentar a nuestros hijos». Los niños permanecieron inmóviles frente al prestidigitador, incrédulos. Sus tíos, alarmados, trataron de hacerles continuar pero era demasiado tarde. El hombre, después de mantener la pelota inmóvil sobre su cabeza, abrió los ojos. Un instante después comenzaron a llenarse de lágrimas al descubrir a sus hijos a su lado, confundidos pero sonrientes. Y orgullosos.