Querido Carlos: ayer vi a tu madre en la cola del supermercado. Era su viva imagen: ojos oscuros, cabello castaño, rasgos afilados y una figura que conformaba el estereotipo perfecto de dama de alta cuna. Una pena que nunca haya sido así, ¿verdad? Como padre siempre dice: “aunque la mona se vista de seda, mona se queda. Claro que a ti no te hace falta ninguna seda para estar monísima”. Ese viejo cabrón, como tiene que estar disfrutando ahora que tiene sedas que quitar. Todo por nuestra culpa. Bueno, gracias a nosotros.
No te preocupes. Entiendo tu decisión. Entiendo por qué lo hiciste. Aquel no era un lugar para niños. Lo hiciste por él, ¿cierto? No se merecía crecer en aquel tugurio repugnante. Nosotros lo sabemos bien. Seguro que ya lo ha superado. Probablemente ahora esté sacando a pasear a ese cachorrito que pedía todos los años, o más bien a esa “rata gigante escupemierda”, según madre. No te culpes. Que los del seguro sean tan incompetentes no es asunto nuestro, todo salió fetén. El dinero puede no dar la felicidad, pero sí arreglar más de una vida, incluso al precio de otra, sobre todo si es la nuestra. Fue un buen negocio.
¿Qué tal por aquí? Bien, supongo. Solías decir que no te importaría trabajar en el extranjero. Aquí todos cumpliendo sueños, mirando más allá, aspirando a más… Más allá de nuestros límites. Es jodido, lo sé. La soledad. La incomunicación. La crisis de identidad. La desesperación. Ah, algunas cosas nunca cambian. Pero sé que eres mejor que eso. Tenemos que serlo. Todos existimos por un motivo. No pierdas de vista lo que importa. Hazlo por ellos. Recuerda quién eres. Porque sin ti, yo nunca habré sido nada, ya que el camino recorrido, si bien no tiene vuelta atrás, conecta con el que va adelante.
Sinceramente, alguien a quien recordar.