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A pesar de todo, siempre impresiona ver tu sangre por primera vez. Uno se la imagina ligera, roja e independiente de uno mismo, pero no es así. Cuando te desangras descubres que es pesada, que, a medida que sale, tu cuerpo se desvive, como si se descargara. Y no es roja, no del todo, porque es más oscura y, encima, está caliente. Eso es algo que sorprende, como cuando tocas un muerto: no esperas que esté tan frío.

Por eso Lian estaba tan asustada cuando vio su sangre. Había imaginado que morir sería más rápido o, al menos, más fácil. Creyó que lo importante era decidirse y, como ella ya lo había hecho, que todo saldría rodado. Pero no era cierto; la verdadera prueba era ver tu propia sangre.

Lian ya no quería morir, sin embargo, tampoco quería seguir viviendo; una encrucijada demasiado compleja para una niña de once años. Así que decidió hacer lo que todos hacen: salir corriendo. Corrió y corrió como si fuese otra, esforzando todos sus músculos con una fuerza descomunal, disfrutando de ese pequeño triunfo del cuerpo humano. No era feliz, pero sí veloz. Y con la fuerza del viento y la humedad de la lluvia, el hilo de sangre se deformó hasta ser casi imperceptible. De veras creyó estar volando.

Pero alguien frenó en seco su huida “¡Lian, vuelve!” Los ecos de una voz que pretendía ser fuerte estallaron en su pecho y pudo tomar una bocanada de aire. Ya no corría, ya no sentía el viento. El mundo se había tornado gris y le costaba enfocar los objetos. Su hermano la abrazaba por la espalda, incorporándola. Al fin y al cabo no estaba tan sola. Pero ese día algo la abandonó: su inocencia rota continuaba corriendo manchada en sangre, haciendo que, entre ellas, cualquier tregua fuese imposible.

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