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Al otro lado de esa lluvia estás tú. No es un muro que separa. Más bien bisagra que articula. Cortina de prismas que te ofrendan a mí como soy yo y que me ofrendan a ti como eres tú. Somos tú y yo fluidos. La lluvia es nosotros. Una simetría completa de emociones paralelas. Un banquete de gustos compartidos. Una armonía de voces unánimes. Un espejo traslúcido de expectativas. Un estado natural.

Pero no eterno. En tu lado de la lluvia, me contemplas. Te impacienta seguir viendo la sombra que conoces. Tu mirada rebota dura en mí, continúa y se pierde más allá de mí. Te oigo y ya no entiendo tus palabras, estruendo del idioma de alguien más, destinadas a posarse en alguien más. El caleidoscopio gira sobre su eje. Las células líquidas que eran tú y que eran yo son ahora duras gemas, piedras tú o piedras yo, que duelen cuando salpican. Busco tu sombra. Se desdibuja. Te desconozco, te resiento. No encuentro la imagen multifacética y líquida que amé como a mí misma. Nuestro medio amniótico es ahora lluvia de cenizas.

Lluvia leve. Lluvia que hay que atravesar. Respirar hondo para dar el primer paso y representar la última coreografía de nuestra danza a dos. Avanzar despacio y afrontarse bajo el manto de la lluvia de ceniza. Girar sosteniendo las miradas, ya de piedra, trazando con los pies un breve arco. Permitirse ahí bajar los párpados, ofrecerse el hombro el uno al otro, y enseguida la espalda el uno al otro, y a la pared que fue de lluvia, y que no verá otra cosa de nosotros.

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