No hay espejos, ni electricidad en casa. ¿Cuánto tiempo he dormido en esta casa vieja que huele a humedad y desagües? No recuerdo cuando llegué. El bigote cosquillea mi mano. ¿Han pasado un par de días desde el último afeitado?. El hambre que hace sonar mis tripas confirma esta sospecha y me inyecta motivación para mover el resto de mi cuerpo.
Salgo de la cama, sin ganas. La luz sucia que entra por las ventanas no llega a definir bien la hora del día. Es densa, con la granularidad de las teles antiguas. El jardín, poblado sólo por un perro que olisquea la basura, no ayuda a darme una idea de nada de lo que ha pasado ahí fuera.
Tengo que salir ¿Qué me pongo? No puedo hacerlo así, desnudo. Este vestido negro quizás, que es el menos arrugado del armario y parece entrarme. Con la peluca rubia, sí, me da un toque de misterio. No hay nadie alrededor, tiene que ser muy aburrido vivir aquí aislado en medio de la nada. Llevo tres horas caminando entre hierbajos, no he visto un alma. Ni pájaros.
Cae la tarde ya, me duelen los pies, pero veo al fin la ciudad cortando el horizonte con sus edificios puntiagudos, como lo haría una tijera mal afilada. Distingo un puerto sin barcos, coches abandonados y farolas desolladas, con los cables por fuera como tripas. Veo charcos, socavones y baches. Siento algo parecido a la pena al comprobar que eso que cuelga de un columpio es el cuerpo inerte de lo que fue un niño. A su lado, un adulto reacciona al verme llegar.
- ¿Qué eres? – pregunta, con la mirada perdida.
- Una mujer – miento, antes de dejarlo atrás.
La ciudad me espera. Quizá entre estos edificios decadentes encuentre alguna pista que me recuerde quien fui.