Con la lluvia le gustaba saltar y dejarse envolver en los charcos, que parecían estar rellenos de barro marrón y chicloso, como cuando era pequeña y lo hacía entre risas y gritos: ella, mamá, tía Engracia…y el pueblo; tan feliz, antes de que él llegase para cambiarlo todo.
Si desde la ventana veía el agua caer, presintiendo el olor a tierra mojada, quería echarse al jardín, que era el campo más cercano que tenía. Pero las enfermeras y los celadores la retenían, aguando su fiesta, así que se quedaba en algún rincón del grisáceo salón, mohína y ofuscada, pero sin gritar ni protestar, porque sabía que detrás de la rabieta venían pinchazos y varios días de sopor en un no despertar constante… y no le gustaba, de la misma manera que nunca le gustó el novio de mamá desde que llegó: aquellos ojos oscuros, aquel traje y el chaleco con reloj, retorciendo el sombrero entre los dedos, mientras soportaba la interrogante mirada de tía Engracia y las patadas que la joven, aún niña, le daba.
Él siempre fue un extraño, un ente molesto, como insecto de verano, por eso había que deshacerse de él. Bastó una siesta, una navaja, y la garganta del intruso roncando acompasada, hasta que la entonces niña, trepándose al pecho de aquel ser, la abrió en horizontal, dando paso a borbotones de sangre con los que sus dedos chapotearon, pequeño manantial rojizo con el que se mojaba la cara. Así la encontró la madre. Después llegaría el hospital, enrejado y lejano.
Aun así, recordarlo le sentaba bien… por eso hacía lo mismo con las témperas de dibujar, le daba igual cualquier color, y aunque no era lo mismo, en aquel lugar plagado de cuerpos olvidados y miradas perdidas sabía que, algun día, volvería a encontrar otro insecto.