A menudo, mi madre dice: “Todas las mujeres están locas”. Y, después de hablar con Chica-Cervecilla, no pude evitar que me viniese esta frase a la cabeza.

Era noche de partido. Estaba bebiéndome una pinta en el pub mientras lo veía. Nadie hubiese adivinado lo que estaba a punto de pasar en el estadio. Nadie, salvo Chica-Cervecilla. Acodada en la barra, frente a una colección de botellas vacías, bebía como una profesional, como si lo hiciese por deporte. Me pareció atractiva, así que me acerqué.

—Vaya pedo vas a pillar.

—Qué va —contestó, negando con la cabeza—, yo no me emborracho.

—¿Y eso?

—Pues porque cuando era pequeña me caí en una marmita llena de cerveza y tuve que bebérmela toda para sobrevivir. Desde entonces, no me hace efecto.

—¿Y por qué bebes?

—Porque desde ese día, cuando bebo… recibo otras… digamos… cualidades.

—Ya, claro—reí—. La cerveza te da poderes.

—Pues sí. Y, como puedes ver —dijo ella, señalando el muestrario de tercios secos—, va a pasar algo grande.

De repente, como si alguien la hubiese llamado, salió volando del pub. La seguí. Se metió en un taxi. Mientras se alejaba, a través de la luneta trasera, vi cómo se desvestía. Me pregunté cómo sería el súper-traje que llevaba bajo su atuendo de calle.

Volví dentro y pedí otra pinta. Mientras bebía, estuve dándole vueltas a la frase de mi madre.

“Todas las mujeres están locas”.

Entonces, miré al partido. No podía creer lo que veían mis ojos. Chica-Cervecilla estaba atravesando el campo. Solo llevaba un mantel de pic-nic que usaba a modo de capa. Intentaron cogerla, pero se escurría como un bacalao. La agarraron de la capa, y se zafó, quedándose desnuda. Al final sí que tenía poderes. Hicieron falta tres dardos tranquilizantes para abatirla.

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