– ¡La has matado!
Ya lo creo que lo había hecho. Tan rubia, tan chisposa, tan apetecible siempre. Demasiado sabrosa cómo para tenerla enfrente y que no fuera mía.
Me la bebí de un trago. Era mi décimo quinta cerveza en las últimas dos horas y no estaba borracho. Yo ni siquiera era capaz de llegar a ese punto risueño que todo el mundo presume maravilloso. Yo, controlaba. Bebía porque mi cuerpo lo necesitaba. Igual que comer. Hubiera sido capaz de dejarlo en cualquier momento, pero no quería. Tampoco era importante.
Para mí la cerveza era mi mejor amigo. Le contaba mis penas y siempre me arropaba después de discutir con Sofía, mi novia, mi mayor problema. Se empeñaba en que no la protegiera. Y claro, yo, soy un hombre.
La quería tanto que a veces tenía que darle “un toque” porque se había portado mal. Se empeñaba en llevarme la contraria, en hacerme de menos y en ponerse pantalones ajustados y pintarse los labios para ir a trabajar.
A veces intuía que estaba con otro y eso me enfurecía, pero entonces me tomaba una cerveza -o unas cuentas- y se me pasaba. Veía todo de otra manera, más positivo. Tanto que aquel día, después de la bronca, las jarritas, “los toques” y la “reconciliación” en la cama antes de una nueva ronda de cañas para celebrarlo, quise hacerle un favor.
Me lo estaba pidiendo a gritos con su mirada, como cuando me provocaba por ir arreglada. Sentí compasión y me prometí hacer todo lo posible para que no sufriera más. ¡Con razón me dijo el camarero que la había matado!, tenía aún sangre en las manos…pero, fue por amor…