– Sí, sé que es el final… No pongas esa cara. No llores.
Me lo diste todo, mi amor. Desde el principio. ¿Te acuerdas cómo nos conocimos? Déjame que hable. No estoy cansada, de verdad. La morfina hace maravillas, te abre los sentidos, los potencia… Es como estar bajo el agua y sentir la presión. Recuerdo cuando fuimos a bucear al Mar Rojo. Madre mía, que belleza: el mar, el desierto y tú. ¡Disfruté tanto esos días! Qué hermosa eres, decías. Te hacia tanta gracia mi miedo a todo, al mar, a que nos secuestraran, a quemarme bajo el sol… Mis otros miedos, esos, no te gustaban nada… Pero admítelo, te gustaba casi todo de mí. Y a mí, tu fuerza, tu carácter, tu dulzura cuando me amabas, tu sabiduría, tu valentía… Gracias por dejar que acabe mis días aquí, en nuestra casa, en nuestra cama, entre este aire y estas paredes que tanto vieron y aguantaron, bueno y malo, divino y humano y a veces también rencor y sinsabores. Porque no siempre fue fácil, no. Eso no te gustaba ¿verdad? Mi cobardía. ¡Cuánto tiempo desperdiciado, escondida en mis temores, en mis vergüenzas! Siempre viviendo a medio gas, me decías. Tengo miedo y necesito que me digas que nos veremos allá donde vaya, necesito que….
– Ssssshhhh, No te canses, no hables y mírame. Déjame hablar a mí, querida. Déjame decirte que no me arrepiento de esta vida a tu lado, de haberte cogido la mano bajo las mesas, de haberte besado cuando se vaciaban los vagones del metro, de haber sido fundamentalmente tu amiga, tu amante, tu mujer … Y ahora allí, dilo bien alto, proclama que me amas y que no hay en la vida amor más bello y completo que el nuestro.
Y nunca volvió a hablar